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Videojuegos: entre lo real y lo virtual

DM May 30

En materia de videojuegos hay dos tipos de personas: los que ya han jugado y los que van a jugar. Queda una generación de irreductibles que todavía resisten vírgenes ante la vorágine virtual, y que quizá nunca llegue a estar con el mando, el móvil, las gafas o el volante entre las manos, pero son los menos y, nos guste o no, constituyen una especie en franco peligro de extinción. ¿Qué tiene esta nueva realidad tecnológica, lúdica, líquida e inmersiva, absolutamente global, para haber conquistado el mundo de punta a punta en apenas cuatro décadas de existencia, para haber conseguido subvertir de forma tan amplia, transversal y profunda las vías de entretenimiento de cientos de millones de personas en todo el planeta?

En materia de cultura y de entretenimiento, los últimos datos del sector de los videojuegos en España amenazan a corto o medio plazo la primacía tradicional de la industria editorial, tras haber superado ya al cine tanto en número de usuarios como en facturación. La tecnología, y en concreto los juegos digitales, son ya un elemento común, diario, una costumbre rutinaria para millones de españoles que no conciben su día a día sin el móvil a todas horas en la mano o sin la consola esperándoles al llegar a casa tras la jornada de estudio o de trabajo. En concreto, según los datos publicados recientemente por la Asociación Española de Videojuegos (AEVI), en nuestro país son ya más de 16 millones de personas las que dedican algún momento del día a entretenerse con estas creaciones, muchas producidas en otros rincones del mundo y, cada día más, gracias al trabajo de empresas españolas que, pese a las dificultades que caracterizan a esta industria, desarrollan sus videojuegos y compiten en el complejo y cada vez más saturado mercado global.

El auge voraz e imparable de los videojuegos no es casual. Son una de las mejores representaciones de la conquista social por parte de la tecnología, de ese vertiginoso avance que ha definido y marcado la evolución de la sociedad en las últimas décadas, instaurando una realidad global. La aparición de los ordenadores y su generalización fue el caldo de cultivo ideal para que poco a poco surgiesen y se difundiesen las herramientas y los conocimientos que dieron lugar a la aparición de los primeros videojuegos. Creaciones enormemente sencillas y a menudo muy repetitivas que, sin embargo, cautivaron por completo a las primeras generaciones de jugadores y sembraron en ellas el gusto y la afición por esta nueva forma de entretenerse. Después llegaron las máquinas recreativas y esos salones llenos de lucecitas y musiquillas electrónicas que varias generaciones frecuentaron con absoluta devoción. Aparecieron también entonces las primeras consolas, que marcarían la senda a un mercado que rápidamente entendió los beneficios que podían reportarle millones de estos aparatos repartidos por las casas y hogares de todo el mundo.

Y aquí estamos. De la Atari y la Spectrum a la Play Station, la Nintendo Switch o la Xbox. De los disquetes de tres y un medio a Steam, las ‘apps stores’ y los ‘markets’ digitales. De la falta de conectividad a la conexión total. Y aunque da vértigo mirar atrás, lo cierto es que, paradójicamente, también parece que esto no ha hecho más que empezar.

Revolución social

Mientras la sociedad trata de asimilar el cambio, el cambio ya ha se ha infiltrado en todos los ámbitos de la sociedad. Desde la profesionalización de los videojuegos hasta sus múltiples aplicaciones fuera del ámbito lúdico y a su enorme proyección en sectores tan importantes como la educación, la industria o la sanidad, estas nuevas realidades tecnológicas están transformándolo todo. Y como ocurre con la evolución, sus ventajas son muchas -si no no se hubiera producido-, pero también lo son las sombras y peligros que encierra.

En el lado positivo de esta revolución tecnológica, la de los videojuegos, encontramos la oportunidad de disfrutar de experiencias de una riqueza enorme. Cualquiera que haya disputado alguna partida a uno de los muchos juegos que han triunfado en las últimas décadas, desde el ‘Mario Bross’ hasta el ‘Fortnite’ y pasando por el ‘Call of Duty’, el ‘Zelda’, el ‘Final Fantasy’, el ‘GTA’ o… (paremos porque la lista podría no acabarse nunca), sabe lo divertidos que pueden llegar a ser. Pero también, seguro, lo frustrantes, absorbentes y a menudo estériles.

Entre sus facetas ventajosas, los videojuegos permiten, bien gestionados, socializar, mejorar numerosas habilidades y desarrollar determinados conocimientos. Sus aplicaciones en los ámbitos antes señalados facilitan, potencian y a menudo abaratan la formación de los profesionales de múltiples ramas y permiten nuevas experiencias de aprendizaje con un índice de resultados más elevado que los métodos tradicionales. Por no hablar de su peso como sector económico, que bate año tras año sus índices de crecimiento. En España en concreto, la industria del videojuego creció en 2018 más de un 12%, alcanzando una facturación de 1.530 millones de euros, según los datos de AEVI. Su impacto económico, además, trasciende a la propia industria del videojuego y genera beneficios en otros como la producción audiovisual, la electrónica, el incipiente ámbito de la gestión de datos o la industria de las telecomunicaciones.

A nivel cultural, se han constituido como un entorno propio capaz de trascender sus fronteras y de mezclarse con la producción cinematográfica y editorial. Gracias a ello, hoy contamos con un riquísimo imaginario de origen digital y con universos únicos que han surgido de los propios videojuegos, generando un lenguaje propio, un sinfín de tramas y posibilidades narrativas y una variedad de estéticas realmente asombrosa.

El lado oscuro

Sin embargo, no todo son bondades en esta nueva realidad. El auge global de los videojuegos ha conllevado la aparición de nuevos y crecientes riesgos, así como de oscuros intereses que trascienden los meramente económicos.

Su instauración como una de las opciones de ocio más consumidas y la evolución de sus modelos de negocio ha implicado la aparición de nuevas formas de adicción entre los jugadores, así como otros impactos a nivel social e individual para los que muchos no están preparados. Pese a los esfuerzos por parte de la propia industria -el proyecto ‘The Good Gamer’ de AEVI es un buen ejemplo- y de las administraciones para limitar sus consecuencias adversas, el impacto de los videojuegos a muchos niveles solo puede calificarse de nocivo. La aparición de jugadores compulsivos que necesitan pasar más horas de las recomendables ‘enganchados’ a estos entretenimientos es uno de los principales, pero no el único. El desarrollo de los videojuegos online y sus universos casi infinitos, así como de los modelos de pago que ofrecen constantes recompensas, han dado lugar a un nuevo escenario en el que los jugadores, especialmente los más jóvenes, están más expuestos que nunca. La brecha generacional y el hecho de que muchos padres no conocen ni comprenden estos nuevos entornos también implica un grave riesgo para los menores. La capacidad de este formato de entretenimiento para fomentar determinados valores y actitudes, entre los que se cuentan muchos positivos, pero también aspectos como la violencia o la banalidad, también constituye otro de los peligros que encarnan los videojuegos actuales.

La evolución tecnológica, que está llevando a la confluencia de las plataformas de juego digital -hoy hay móviles con capacidad de procesamiento equiparable a la de las consolas- también provoca que cualquier usuario tenga la puerta constantemente abierta a caer en un consumo de los videojuegos que colonice otros aspectos importantes de su vida.

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