La educación inclusiva se complica en tiempos de virus
Cada persona es única, pero pareciera que, a la hora de organizar la enseñanza, es un principio que molesta. La convivencia en la diversidad es un reto para superar con éxito los días que vivimos
MARÍA ANTONIA CASANOVA Profesora de la Universidad Camilo José Cela y Directora del Instituto Superior de Promoción Educativa (Madrid), Universidad Camilo José Cela
Han pasado más de 30 años desde que comenzó la incorporación del alumnado con algún tipo de discapacidad a las aulas ordinarias bajo la denominación de «integración» educativa. El proceso supuso la transformación en los planteamientos sistémicos de la educación.
Pese a ello, en la actualidad se mantiene la idea de que la educación inclusiva se dirige a este alumnado casi con exclusividad, sin considerar la mirada amplia y flexible que contiene el actual prisma desde el que se aplica o debiera aplicarse.
La escolarización del alumnado con discapacidad en las aulas ordinarias en 1985 supuso un primer paso importante para reflexionar y concebir las diferencias que aparecen entre unos y otros estudiantes en los grupos que se conforman, especialmente en la educación obligatoria.
La mayor complejidad de atención a la diversidad en el sistema educativo se da en las situaciones de discapacidad, sobre todo intelectual. Quizá por ello se centre la conceptualización de la educación inclusiva en trabajar sobre los apoyos o flexibilidad que se precisa cuando este alumnado se encuentra en las aulas.
Una clara muestra de este interés prioritario se comprueba en los numerosos congresos, jornadas o seminarios que se celebran en torno a «educación inclusiva y discapacidad», genéricamente hablando. Igualmente, las asociaciones y organizaciones existentes para el apoyo a este modelo sistémico trabajan de modo insistente para conseguirlo, tanto ante la sociedad como ante las administraciones.
Beneficios para todos
No obstante, hay que valorar el camino transcurrido desde esa primera integración hasta llegar a lo que ahora se entiende por educación inclusiva, recogida en la legislación actual desde 2006, que no podría haberse reconocido de modo universal en el sistema si no resultara beneficiosa para todo el alumnado y no solo para una pequeña parte.
La incorporación de alumnos y alumnas con discapacidad a los centros ordinarios pretende que puedan adaptarse al sistema mediante los apoyos precisos (materiales y humanos). Un comienzo positivo, si bien con limitaciones evidentes (sigue siendo el niño el que debe amoldarse al sistema), que sirvió para seguir avanzando hacia una sociedad equitativa y realmente democrática.
La misma edad, pero personas diferentes
Estas diferencias, más patentes en el aula, favorecieron la observación del conjunto de niños y niñas que componían los mal llamados «grupos homogéneos», poniendo de manifiesto que cada uno de ellos poseía singularidades particulares, por lo que hubo que reconocer la heterogeneidad de los grupos, a pesar de su ordenación por edad. Todos tienen la misma edad, pero todos son diferentes.
Cada persona es única, lo sabemos, pero pareciera que, a la hora de organizar la enseñanza, es un principio que molesta, al menos a un determinado profesorado que se empeña en tratar a todos por igual manteniendo rutinas educativas superadas y que, por supuesto, están invalidadas para las características de la vida en la sociedad actual.
El alumnado se diferencia por ritmos de aprendizaje, estilos cognitivos, contexto familiar, motivaciones e intereses, sexo/género, capacidad o talento, cultura, ideología, entorno territorial, situaciones personales en su recorrido escolar y por un largo etcétera que lleva a concluir la necesidad de flexibilizar el sistema. El diseño curricular implementado en las aulas debe ser accesible a todos y cada uno de los estudiantes, de manera que sea la educación institucional la que ofrezca respuestas diversificadas para atender a sus educandos y no tengan que ser estos los que siempre, a lo largo de la historia, deban ajustarse a la rigidez de un modelo uniforme, difícilmente válido para la totalidad de la población.
Este es un reto que se plantea a la educación institucional, abordado ya con éxito en muchos centros y que debe generalizarse –es lo que falta– para no aumentar la brecha entre distintos grupos sociales. ¿Es posible? Por supuesto: con la autonomía pedagógica existente, el equipo directivo y el profesorado pueden tomar las mejores opciones en cuanto a organización, estrategias metodológicas y procedimientos de evaluación (señalo los factores que me parecen más decisivos en orden a la innovación exigida) para ajustar el modelo educativo a las prioridades de su alumnado.
No es necesario ningún cambio legislativo. Se puede comenzar ya. La prueba está en que, con la misma normativa, unos centros practican la educación inclusiva y otros, no. Hasta se puede afirmar que determinados aspectos curriculares, casi contrarios al espíritu de la ley, se aplican como si fueran obligatorios: el examen parece algo requerido ineludiblemente, cuando no se refleja en documento legal alguno. Sin embargo, la evaluación continua, implantada en España desde la Ley General de Educación de 1970, sigue estando inédita en buena parte de centros.
Lograr que el conjunto de la población finalice su educación obligatoria dominando las competencias básicas para la vida en democracia es un objetivo prioritario que no se alcanza estudiando una lección y repitiendo lo que dice un libro. Se consigue viviendo día a día en la escuela como es necesario hacerlo al salir de ella: fomentando la comunicación, favoreciendo el pensamiento crítico y creativo, impulsando la autonomía personal, promoviendo la cooperación… En definitiva, personalizando los procesos de enseñanza y aprendizaje en contextos heterogéneos (la sociedad real) que conducirá al desarrollo individual socializado y necesario para nuestro mundo.
El Covid-19 y la convivencia en la diversidad
Si estas afirmaciones resultan válidas en cualquier época o momento de la vida, su necesidad se pone aún más de manifiesto en una circunstancia como la que vivimos en la actualidad: invadidos por el coronavirus, nos cambia la vida y debemos acometer situaciones imprevisibles hasta ahora y en las que hay que responder adecuadamente, cosa no fácil si no se ha recibido una educación que prepare para ello.
Las diferencias personales deben encajar, no solo en la escuela, sino también en la familia, «obligada» a convivir, a comunicarse y a compartir experiencias durante muchas más horas que las habituales. Y la convivencia en la diversidad es un reto para superar con éxito los días que vivimos.
Pensemos en niños con altas capacidades, con algún tipo de discapacidad, con talentos variados, con estilos diversos de percepción, con ritmos distintos de actuación, que de repente deben cambiar sus costumbres, sus actividades y quedarse en casa. Padres, madres, abuelos y niños tienen que inventar un modelo que les ayude a enriquecerse con la nueva situación y salir reforzados de ella.
Parece evidente que, como consecuencia de este tiempo de incertidumbre y «retiro», deberíamos ser más resilientes y más respetuosos con los demás, apreciando mejor el valor de la singularidad personal y las aportaciones que de ella se derivan para la sociedad. Entre todos saldremos adelante, gracias al cultivo y al estímulo de los talentos particulares. Y esto no se consigue, como antes quedó señalado, estudiando la lección de un libro ni repitiendo las palabras del profesor, sino creando un ambiente educativo inclusivo (institucional y familiar), que promueva un modelo válido para siempre y para todos.
Todos en un mismo centro docente
Estas metas son las que pretende la educación inclusiva: contar con una escuela capaz de respetar la diversidad personal mediante una educación diversificada, en función de las peculiaridades de su alumnado. Escolarizar a todos en un mismo centro docente con objeto de no generar desigualdades de base, contando con los recursos idóneos para educarlos de forma óptima, lo que contribuirá al conocimiento mutuo de la población, al aprovechamiento máximo de las capacidades y talentos de cada persona, a la igualdad de oportunidades ante la compleja sociedad que compartimos, a la consecución de esa cohesión social tan anhelada.
Es decir, a conseguir una sociedad democrática con las valiosas aportaciones de la ciudadanía, que convivirá en diversidad como el modelo mejor de vida posible.